Cuando tomé esta fotografía frente a la imagen de la Virgen de Guadalupe, sentí algo que pocas veces me ocurre al mirar a través de la cámara: una pausa interior. Ese tipo de silencio que no viene del ambiente, sino de uno mismo, como si por un momento todo se ordenara y recordara sus propias raíces. La luz que rodea a la Virgen parecía casi respirar, como si su presencia llenara el espacio con una calma que no se puede explicar, solo sentir.
Lo que más me impresionó en este encuadre fue la manera en que el manto tricolor se funde visualmente con el marco dorado. Hay algo profundamente simbólico en que la figura que tantos consideran Madre de México aparezca abrazada por los colores de la nación. Es una unión que trasciende la religión y se vuelve parte del imaginario colectivo, algo que vive en la cultura, en las historias familiares, en las calles y en la forma en que entendemos lo que significa ser mexicanos.
Mientras observaba la escena antes de disparar la foto, pensé en cuántas personas han pasado por este mismo lugar buscando algo distinto: consuelo, esperanza, agradecimiento, compañía, respuesta… Cada mirada trae una historia diferente, y aun así todas convergen en este punto. Es como si la imagen de la Virgen fuera un espejo donde cada quien encuentra lo que su corazón necesita ver. Y pienso que ahí radica parte de su fuerza: no en imponer algo, sino en permitir que cada quien construya su propio significado.
El brillo del oro en el marco, la textura de la tela verde y roja, el contraste con el fondo oscuro y la suavidad casi luminosa del rostro… todo parecía alinearse para crear un momento que pedía ser capturado. No por obligación, ni por costumbre, sino por esa sensación de estar frente a algo que conecta lo espiritual con lo histórico, lo íntimo con lo nacional. Hay imágenes que no son solo imágenes; son memoria viva.


