Cada vez que visito el Río Lerma tengo la esperanza —tal vez ingenua— de encontrar algún indicio de recuperación, un pequeño gesto que me haga pensar que todavía nos importa. Pero cada vez que vuelvo, la realidad me golpea igual o más fuerte. Esta fotografía que tomé es solo un fragmento del desastre: una alfombra de basura flotando sobre el agua, plástico acumulado sin control, restos que cuentan mejor que cualquier discurso quiénes somos y qué tan poco valoramos nuestras propias fuentes de vida.
Lo más triste es que esta escena no es un accidente. No es obra de un día de descuido ni fruto de un evento aislado. Es la consecuencia directa de años de abandono, primero por parte del gobierno, que parece haber decidido que el Lerma ya no vale la pena; después de la industria, que históricamente ha usado el río como drenaje privado disfrazado de “productividad”; y finalmente de la sociedad, de nosotros mismos, que llenamos las calles de plásticos y desechos que terminan inevitablemente aquí. El Lerma no se contamina solo; lo contaminamos todos.
Mientras tomaba la foto, no podía evitar pensar que este río, que alguna vez alimentó comunidades enteras, hoy parece más un recordatorio de nuestra incapacidad colectiva para cuidar lo que nos mantiene vivos. El reflejo del cielo en el agua intenta hacer su parte, como si quisiera ocultar debajo de un brillo suave el caos que flota sobre la superficie. Pero no puede. La basura domina la escena: botellas, envases, unicel, bolsas, desechos de comida, pedazos de nuestra vida diaria convertidos en veneno. Y no hay ángulo desde el cual se pueda maquillar el desastre.
Me da coraje escuchar a autoridades hablar de “planes”, de “programas de saneamiento”, de “compromisos” que año con año suenan exactamente igual y producen exactamente nada. Da la impresión de que el Río Lerma es un problema que se resuelve con comunicados de prensa, no con acciones reales. También me da rabia ver cómo muchas industrias siguen operando sin supervisión efectiva, descargando residuos como si el río fuera una extensión natural de sus plantas. Y me frustra profundamente ver cómo como sociedad nos hemos acostumbrado a normalizar este tipo de imágenes. Caminamos junto al río, lo vemos así y no sentimos el impacto porque ya lo damos por hecho.
Pero si hay algo que quiero dejar claro en este artículo es que esta foto no es únicamente una denuncia; también es una advertencia. Lo que le pasa al Lerma hoy nos pasará a nosotros mañana. No existe un “allá” donde se van los desechos; siempre vuelven, ya sea en forma de contaminación, enfermedades, escasez o pérdida de ecosistemas. Y aunque es cómodo culpar solo al gobierno o a la industria, también es necesario mirarnos a nosotros mismos. Cada botella tirada en la calle, cada bolsa que dejamos volar, cada vez que decimos “no pasa nada”, somos parte de la misma cadena que termina acumulándose en lugares como este.
El Río Lerma podría ser un espacio de vida, de conexión, de orgullo regional. En cambio, lo estamos dejando morir entre plástico y descuido. Fotografiarlo así me deja un sentimiento amargo, como si estuviera documentando un crimen a plena luz del día en el que todos, de una manera u otra, participamos. Ojalá este tipo de imágenes deje de ser normal. Ojalá algún día el río vuelva a ser un río, no un basurero líquido. Pero nada de eso va a ocurrir mientras sigamos mirando hacia otro lado.


